Qué difícil. Los compañeros, los amigos, que creen que a uno le brotan así porque sí las palabras, me han pedido que escribiera unas líneas. Qué difícil che… Quisiera decir tanto, y sin embargo no se ni cómo ni por dónde empezar. Pero arranco. Hago como si pensara en voz alta, y no les prometo nada mis queridos hermanos de Utopías. Es que hay golpes en la vida, tan duros, yo no sé, golpes como esta noticia que me clava de trompa en el suelo, otra vez, como un amargo dejá vu de angustia inconcebible. Digo dejá vu, porque esta angustia es la misma que ya otras veces me ha paralizado la lengua, los dedos, la rabia, en fin… Una rabia que debería sublevarme ante el dolor en lugar de reaccionar como un marmota, dejándome mudo, como un abombado que no puede (o que no quiere) creer que es cierta la noticia que le están contando. No les prometo nada, compañeros. Pero intento reponer mis rodillas en línea, ya de pie sacudirme el aturdimiento, apoyar mi espalda sobre las cuerdas y entonces ir hacia la hoja en blanco abriéndome paso entre vampiros, sorteando caranchos, gambeteando a los oscuros moralistas, más todos esos vulgares mediocres que estaban esperando este día, este tristísimo instante de nuestras vidas. Escribo, corrijo, borro, vuelvo sobre mis palabras y me pregunto si vale la pena ocuparme ahora de esos burócratas de la corrección política y de las buenas costumbres, cuando más temprano que tarde el Olvido ajustará cuentas con ellos, y cuando sobre todo compañeros, me apremia el deber de decir algo que tenga sentido, cuando la muerte precisamente, le quita sentido a todo. Siempre fue igual. Hablar del Diego es intentar hablar de un ser que en vida ha alcanzado todos, pero todos los atributos de la inmortalidad. Hijo de plebeyos y de un barrio donde sobran las bocas y faltan los platos de comida, todos pobres de la cervical al barro. Si hay que destacarle una hazaña entre tantas otras, la más importante probablemente haya sido la de gambetear uno por uno los guadañazos que va tirándole el destino a tantos pibes que como él, nacieron en ese pozo inaceptable de miseria y marginación. Recordar ahora su consagración epifánica, cuando aquel segundo gol contra los ingleses, es de algún modo establecer una alegoría del principio al fin de todos los obstáculos que tuvo que sortear antes de convertirse en héroe y divinidad. Pero perdonen muchachos… Me distraigo. Son las diez de la noche y aquí en los balcones la gente ha salido a corear su nombre y los automovilistas hacen sonar sus bocinas como si acabáramos de ganar un Mundial. Me emociono, me asombro, me emociono otra vez, me empiezan a caer uno por uno los recuerdos, las alegrías prodigadas por millones a zurda suelta y vuelvo a emocionarme. Porque nadie quiere creer en la muerte de un dios. Los dioses no pueden morir. Entonces, vuelvo a lanzarme, aunque no quiera, contra los numerarios de la mezquina paja y el ojo ajeno. Y leo y escucho incluso, a los que se disfrazan de progres para corromperle el aura, y me indigno compañeros. No lo puedo evitar. Otra vez la ambigüedad, el discurso esquizofrénico cuando veo que hablan de la violencia como si la violencia fuera una categoría abstracta. Como si cualquier violencia (hasta la más reprobable) no fuera el reflejo simbólico de todas las violencias de un sistema de explotación y degradación humana. Como si no existieran las villas, los asentamientos, gente que vive hacinada o a la intemperie, al límite de lo que puede soportar un humano. Mujeres lavando ropa en aguas servidas, niños jugando entre montañas de basura. Toda esa violencia económica, social, política, policial, etc., que no es producto de la nada, sino de un sistema que se llama capitalismo, no está tan oculta ni es tan invisible como para que ahora los que se aprovechan de la noticia para echar sombras sobre la figura del ídolo no se conviertan automáticamente en unos descarados impostores. Pero ustedes no me pidieron hablar de gente mortal, sino de alguien cuya imagen y presencia puede (y podrá aún por muchos siglos) estar en todas partes como un dios. En los muros de cada barrio humilde, en cada bandera, en cada voz que mencione una y otra vez su nombre, en cada almohada de cada pibe que sueña su misma gloria, en las manos de cada pequeño David de arrabal que imagina lo imposible, y detrás de cada estaño de cada viejo bar donde se hable de una pelota que rueda de pie en pie. Los dioses no mueren. Lo que sentimos ahora es una mezcla de rabia y de tristeza por este tiempo sórdido de injusticias y desigualdades, esa misma rabia y tristeza que parece ser, el Diego siempre llevaba consigo, sin olvidar sus orígenes y su pertenencia. Todos, los que creen, los que no creen, o los que creen a medias, no recemos una oración por él. Recemos una oración por nosotros mismos. Hoy somos un poco más pobres, un poco más tristes y melancólicos. Hoy nos cortaron las piernas.
- Alejandro Szwarcman, Buenos Aires, 26 de noviembre de 2020.
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