"Gardel inventó la manera de cantar el tango", suele decirse en ruedas de amigos, o incluso en ámbitos académicos, Una afirmación que desde ya, jamás me atrevería a desmentir, todo lo contrario. Sin embargo, creo que el Morocho fue mucho más que un inventor de estilos interpretativos (algo que en sí constituiría una enormidad si se tratara de eso solamente).
En mi posteo anterior de Facebook mencioné, acaso muy vulgarmente, de qué modo seleccionaba las obras que pasaban por su voz para ser grababas. Por un lado, muchos registros "olvidables" de Gardel no son otra cosa que el resultado de algún favor desinteresado para con alguno de sus amigos, o simplemente para quedar bien con alguien. Por el otro, la mayoría de los tangos que graba desde 1917 hasta principios de la década del ’30, es decir, antes de llegar a Le Pera, y con Le Pera a la Paramount, conforman todos ellos, si nos ubicamos en el tiempo, un nuevo corpus narrativo en la canción urbana que entonces se estaba gestando. Y aquí vengo con mi teoría: solemos tomar a la “cosa-tango” por su apariencia, pero nunca por su esencia.
Es decir, se dice de la lírica del tango (para bien o para mal), que es hija de la inmigración, que en su marcado tono nostálgico se nota la influencia de un sentimiento de pérdida, sea del terruño, del barrio, de la infancia, de la inocencia del primer amor, o por ejemplo que es machista, o más brutalmente, que es un lamento de cornudos (sic), etc.
En realidad, todas esas consideraciones no son otra cosa que la forma mediante la cual se presenta el fenómeno de la poética tanguera. Pero lo que vio – o entrevió – Gardel fue otra cosa. Algo más profundo. Gardel tomó nota que en los diversos conflictos que se presentaban en las letras creadas por esos nuevos juglares urbanos subyacía un núcleo, un desiderátum relacionado con lo que en el siglo XIX se conoció como el “Mal de Werther”. Una sensación colectiva, y al mismo tiempo individual, de vacío existencial tardío, herencia del romanticismo, y potenciado en especial por dos coyunturas que se manifiestan en la realidad incipiente del siglo XX: la desazón, es decir, el sentimiento vano de la existencia humana que se presenta en un mundo devastado por la primera guerra, y las principales consecuencias sociales que surgen de la voluntad decidida de la oligarquía terrateniente autóctona de insertar a la Argentina en la división internacional del trabajo impuesta por las potencias coloniales de la época. “Decí por Dios, ¿qué me has dao’? Que estoy tan cambiao’, no se más quién soy”. Síntesis perfecta de ese desconcierto, de ese viejo mal de época renovado que se presentó en la primera mitad del siglo XX.
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