En un rincón de aquel ajedrez dispar que dibujaban las baldosas
bajo las mesas del boliche, me encontré como un alfil abandonado, gravitando,
solo, con la mirada puesta en la farola de la calle Álvarez Jonte.
Alguien o algo (acaso lo mismo que me puso allí) me hablaba al oído
con las siete voces de las siete cabezas de la Hydra.
Yo no entendía bien de qué se trataba, ni qué cosas rumoreaban esos
ecos cavernosos, yendo y viniendo, chocándose entre sí, entrelazándose, como si
fueran fantasmas cegados por la penumbra.
Presuntos nombres de mujer, países y pájaros irreales, seres que jamás
había visto, flotaban a mi alrededor con ese vértigo que de un momento a otro
se está por desplomar sobre el tiempo incierto.
De pronto, la súbita revelación de un acento galaico se mezcló en
medio de aquel tumulto sonoro y me interrogó severo.
Después de dudarlo apenas, comprendí que su pregunta era una
oferta.
Las voces se habían acallado.
Pedí un café y antes de pagarlo, noté que había escrito la letra de
un tango del que ahora no recuerdo ni un solo murmullo.
Por las noches intento regresar al mismo sueño, o mejor dicho, al mismo
tango. Pero el bar ya es otro, o peor aún, algo me detiene en el umbral de una
melancolía o del desvelo.
Cada madrugada, por rescatarlo del olvido, voy tramando palabras
sobre otras palabras que no me dejan nada.
Ni siquiera la certeza de saber si fui yo quien era el que soñaba.
Alejandro Szwarcman(de "Poemas y otros atajos", año 2013)
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