Soñé que un golpe de sueño me arrojaba del colectivo a una ventana del Bar Tokio. En un rincón de aquel ajedrez dispar que dibujaban las baldosas bajo las mesas del boliche, me encontré como un alfil abandonado, gravitando, solo, con la mirada puesta en la farola de la calle Álvarez Jonte. Alguien o algo (acaso lo mismo que me puso allí) me hablaba al oído con las siete voces de las siete cabezas de la Hydra. Yo no entendía bien de qué se trataba, ni qué cosas rumoreaban esos ecos cavernosos, yendo y viniendo, chocándose entre sí, entrelazándose, como si fueran fantasmas cegados por la penumbra. Presuntos nombres de mujer, países y pájaros irreales, seres que jamás había visto, flotaban a mi alrededor con ese vértigo que de un momento a otro se está por desplomar sobre el tiempo incierto. De pronto, la súbita revelación de un acento galaico se mezcló en medio de aquel tumulto sonoro y me interrogó severo. Después de dudarlo apenas, comprendí que su pregunta era un...